martes, 31 de agosto de 2010

De la ayuda a la autoesclavización.

En tiempos de magos y aventuras, en una tierra muy lejana, un padre y su hijo habitaban en una ciudad-laberinto. El hijo se había soñado alas bajo la experta dirección del padre. Durante años las había creado, pluma por pluma, músculo por músculo, huesecillo por huesecillo en largas horas de trabajo y sueño hasta que tomaron forma. Ya que habían crecido en la posición correcta, había aprendido a moverlas poco a poco. Había sido una dura prueba para su paciencia seguir practicando, hasta que tras interminables y vanos intentos fue por primera vez capaz de elevarse por los aires por unos instantes. Luego cobró confianza en su obra, gracias a la benevolencia y severidad inquebrantables con que le guiaba su padre. Con el tiempo se había acostumbrado tan por completo a sus alas que las sentía como parte de su cuerpo, tanto que experimentaba en ellas dolor y bienestar. Al final había tenido que borrar de su memoria los años en que había estado sin ellas. Ahora era como si hubiese nacido con alas, como con sus ojos o manos. Estaba preparado.

No estaba en absoluto prohibido abandonar la ciudad-laberinto. Al contrario, quien lo lograba era mirado como héroe y su leyenda contada por muchos años. Pero eso sólo les estaba reservado a los dichosos. Las leyes en este lugar eran paradójicas pero inmutables. Una de las más importantes decía: sólo quien abandona el laberinto puede ser dichoso, pero sólo quien es dichoso puede escapar de él.

Pero los dichosos eran raros en los milenios. El que estaba dispuesto a intentarlo, tenía que someterse antes a una prueba. Si no la superaba, no era castigado él, sino su maestro, y el castigo era duro y cruel.

El rostro del padre había estado muy serio cuando le dijo: "Esta clase de alas únicamente sostiene al que es ligero. Pero sólo hace ligero la felicidad". Después había escudriñado largamente a su hijo y preguntado al fin:

- ¿Eres feliz?-
- Sí, padre, soy feliz- Y era lo más cierto del mundo. El hijo tenía un alma noble y amaba sin contemplaciones.

El día de la prueba, no llevaba sobre el cuerpo más que una red de pescador que arrastraba como una larga cola por las calles y callejas. Así lo quería el ceremonial. Estaba seguro que la superaría aunque no la conocía. Sólo sabía que la prueba se adecuaba por completo a la personalidad del candidato. De esta manera ninguna se parecía jamás a la de otro. Podía decirse que la prueba era precisamente en adivinar a través del autoconocimiento en qué consistía.

En todas partes donde llegaba se encontraba con desdichados que le miraban o seguían con ojos admirados, nostálgicos o llenos de envidia. Una vez el hijo sintió que la red que arrastraba quedaba prendida y volvió sobre sus pasos. Bajo el arco de una puerta vio sentado a un mendigo cojo que enganchaba una de sus muletas en la malla de la red.

-¿Qué haces?- le pregunto´.
-¡Ten piedad!- contestó el mendigo-. A ti no te pesará, pero a mí me aliviará mucho. Tú eres un hombre dichoso y escaparás del laberinto. Pero yo permaneceré aquí para siempre, porque nunca seré feliz. Por eso te pido que te lleves una pequeña parte de mi desdicha. Eso me daría consuelo.

Completamente conmovido, el hijo contestó: -Está bien, me alegra poder hacerte un favor con tan poco, yo me llevaré tu muleta-.

Ya en la siguiente esquina se encontró con una madre angustiada, vestida con harapos, acompañada de tres niños hambrientos.

-Supongo que no nos negarás a nosotros- dijo llena de odio- lo que le concediste a aquél.

Y prendió una pequeña cruz sepulcral en la red.

A partir de ese momento la red se hizo cada vez más pesada. Había un sinnúmero de desdichados en la ciudad-laberinto y todos los que se encontraban con el hijo prendían cualquier cosa en la red: un zapato, una prenda de vestir o una estufa de hierro, un rosario o un animal muerto, una herramienta o hasta una puerta.

Caía la tarde y se aproximaba el final de la prueba. El hijo avanzaba penosamente paso a paso, inclinado hacia adelante como si luchase contra una gran tempestad inaudible. Su rostro estaba cubierto de sudor, pero todavía lleno de esperanza, pues creía haber comprendido en qué consistía su misión y se sentía, a pesar de todo, con las suficientes fuerzas para llevarla a cabo.

Entonces anocheció y seguía sin venir nadie a avisarle que la prueba había concluido. Sin saber cómo, llegó con toda esa pesada carga a un punto elevado en la ciudad-laberinto y desde allí pudo ver una playa. Profundamente preocupado, el hijo se dio cuenta de que el sol descendía detrás del horizonte brumoso.

En la playa había cuatro hombres alados como él y vio claramente cómo eran absueltos. Preguntó a gritos si le habían olvidado, pero nadie le prestó atención. Tiró con manos temblorosas de la red, pero no logró quitársela de encima. Trató de volar, pero la red era muy pesada para sus alas, gritó una y otra vez, incluso llamó a su padre con desesperación.

En la última luz del crepúsculo vio cómo su padre con el rostro lleno de dolor y desesperación, era conducido a un coche negro tirado por caballos.

En ese momento el hijo comprendió que no había superado la prueba. Sintió cómo sus alas creadas en sueños se marchitaban y caían como hojas otoñales y supo que nunca volvería a volar, que nunca podría ser otra vez feliz y que, mientras durase su vida, permanecería en el laberinto. Pues ahora formaba parte de él.

lunes, 16 de agosto de 2010

De la ayuda al robo de la dignidad

Hace algunos años en un grupo de terapia una mujer de unos cincuenta años de edad, relataba su circunstancia. Ella era la tercera de cinco hermanos y después de la muerte de la madre había asumido el rol de la matriarca de la familia. Parte de su queja era que sus hermanos no se hacían cargo de sí mismos, ella se veía en la necesidad de "ayudarlos". El terapeuta preguntó de qué manera solía ayudar a sus hermanos, a lo cual contestó que les había buscado trabajo, les aportaba dinero y estaba normalmente inmiscuida en sus asuntos familiares. El terapeuta contestó con una pregunta que nunca en mi vida olvidaré: ¿Quién eres tú para quitarles su dignidad?

La creencia general es que la ayuda, en cualquiera de sus formas, es una manera positiva de relación. Sin embargo, la ayuda, como todos los comportamientos humanos puede guardar tras de sí una intención y/o efectos perversos en el entorno, en el "ayudado" y en el "ayudador".

La ayuda tendrá un efecto positivo cuando parta no de la carencia del otro, sino de su solicitud. Cuando una persona nos demanda cierto tipo de ayuda, reconoce su incapacidad o falta de voluntad para resolver alguna situación que su vida le plantea. En estos casos, la ayuda puede venir como una forma constructiva de relacionarse, siempre y cuando aquel que la provea, tenga un enfoque dignificante. Es decir, como dice la Biblia: "no me des el pescado, enséñame a pescar". Evidentemente este enfoque es difícil para muchos, dado que aquellos que demandan ayuda, quieren la resolución de sus conflictos, no así propuestas que busquen dotarlos de capacidades de solución. Sin embargo, en la mayoría de los casos, resolver un problema a una persona capaz (y dentro del grupo de los capaces englobamos a prácticamente el 100% de la población mundial), implica etiquetarla como inepto, negado, inútil, incompetente, torpe, nulo, inhabilitado, descalificado, desautorizado, etc.

Cuando ayudamos a los demás haciéndonos cargo de sus responsabilidades o bien sin que medie una solicitud expresa por parte de ellos, más bien nos estamos inmiscuyendo en sus vidas, robándoles la posibilidad de valerse por sí mismos y por ende de aprender.

Nadie tiene el derecho de quitarle a otro su dignidad. Por supuesto, esto no quiere decir que no debemos ayudar a absolutamente nadie, la ayuda es importante, es un valor constructivo y aquel que la brinda se manifiesta abiertamente generoso.

Entonces ¿cómo diferenciar cuando la ayuda puede tener fines positivos o negativos? Esta es una pregunta que cada uno deberá responder de acuerdo a un examen verdaderamente honesto de sus conductas y motivaciones. Para comenzar este examen, ofrezco dos parámetros a considerar:

1.- Muchos (yo diría que la mayoría) brindan ayuda con la finalidad de sentirse útiles, queridos, bondadosos, etc. Los fines de este tipo de ayuda son perfectamente personales y convierten al "ayudado" en un instrumento para obtener reconocimiento, afecto, y todas las ventajas escondidas que se adicionen.

2.- Si por ayudar renunciamos al bien estar personal y ponemos las necesidades de otros por encima de las propias, no podemos esperar mucho en términos de retribución o abundancia dado que estamos renunciando a lo que nos toca por derecho y la vida jugará nuestro juego con las reglas que le planteemos.

Si cualquiera de estas condiciones se cumpliese, podríamos confirmar un actuar perverso que responde a intenciones varias, con excepción de la de ayudar verdadera y auténticamente.

De igual forma ocurre cuando somos susceptibles de pedir ayuda y confirmarnos incapaces. Hay diferentes tipos de ayuda, por ejemplo, solicitar compañía, escucha o apoyo moral. Igualmente las solicitudes de herramientas de solución mantienen un enfoque que edifica. Sin embargo, muchas veces pedimos ayuda porque no queremos o no estamos dispuestos a hacernos cargo. En ese momento nos arriesgamos gravemente, ponemos nuestras capacidades en manos de otros, nos declaramos incompetentes para vivir, nos victimizamos y volvemos exigentes. Cuidado.

Es importante recordar que cada quien tiene los problemas que puede resolver.

miércoles, 4 de agosto de 2010

De las inversiones a largo plazo.

Hace algunos meses una amiga me planteaba la siguiente disyuntiva: ella había adquirido un departamento en preventa que le sería entregado algunos meses después. La renta de un segundo departamento para habitar durante los meses de espera era el siguiente paso. Las opciones eran rentar un departamento más pequeño para ahorrar dinero, lo cual implicaba vivir con ciertas incomodidades durante los meses de espera o bien rentar un departamento más grande y cómodo que lógicamente implicaría un costo mayor. ¿Qué hacer? ¿Ahorrar pagando el costo de las incomodidades o vivir cómodamente pagando el costo de un alquiler mayor?

Mi respuesta no se hizo esperar: "Renta el departamento pequeño" dije, "de esta manera ahorrarás dinero y es sólo por unos meses", a lo que ella contestó: "El dinero va y viene, sin embargo, voy a recordar esos seis meses el resto de mi vida consciente".

Esto me hizo reflexionar acerca de las inversiones que normalmente creemos productivas. En gran número de ocasiones, las personas son capaces de comprarse experiencias de incomodidad y sufrimiento por no contemplar la pintura completa.

Si quieres saber cómo será tu futuro, entonces observa detenidamente tu presente. Hace algunos años mi padre me confesó que le hubiera gustado haber pasado más tiempo conmigo durante mi infancia, pero en lugar de estar cerca de mí, mi padre, como muchos otros, estuvo trabajando y preocupándose por el futuro de su familia. No tengo idea de lo que hubiera sido nuestro futuro sin las horas que él le dedicó al trabajo, lo que sí tengo, es una vivencia presente de lo que fue vivir con un padre preocupado, ocupado y en cierto modo ausente. De la misma manera, él tiene claridad acerca de lo que representa vivir el hoy con ese vacío en su experiencia. Sin embargo, eso es lo que le enseñaron a hacer, eso es lo que la sociedad dicta como correcto.

¿Es entonces una inversión productiva?

Hace algunos años le dije a una mujer que solía asesorarse conmigo: "Creo que es un absurdo pasar cinco minutos en una actividad, lugar o con alguna persona que no me satisface". De verdad lo creo, y sin embargo, desde el paradigma actual de nuestras sociedades de conveniencia, la frustración, la pérdida del tiempo y las inversiones improductivas parecen inevitables.