lunes, 21 de abril de 2014

De la sobreprotección a la exigencia

 Una de esas verdades incómodas que acompañan a las familias con más de un hijo, es que los padres, sin importar su condición normalmente manifiestan una preferencia por alguno de los hijos. Cuando algún padre o madre es cuestionado sobre el amor a sus hijos, tenderá en la mayoría de los casos a responder que los quiere a todos con la misma intensidad, manera y profundidad.

 Esto por supuesto es una gran mentira. El asunto es que admitir abiertamente su preferencia por alguno de sus hijos, deja en "desventaja" al resto, puede sumir al progenitor que haya proferido semejante declaración en un proceso culpaos importante, amén de que lograría levantar más de una ceja enjuiciadora en cualquier situación social.  Para evitarnos semejantes desplantes, mejor decimos: los quiero igual, a todos mis hijos.

 Esto no los hace malos padres, los hace humanos y es importante entender que la preferencia por alguno de los hijos puede responder a un sin fin de razones: desde el parecido físico o similitud de carácter, las circunstancias en que se llevaron concepción y parto, etc. Amar a los hijos es siempre un acto positivo y constructivo, sin embargo puede convertirse en un problema cuando los padres no logran distinguir cuando su amor se convierte en exigencia.

 Para muchos hijos, la preferencia de los padres es vivida como una carga. Dado que son los favoritos, son más requeridos que los demás, más exigidos que los demás, sometidos a más procesos de culpa que los demás, se espera más de ellos que de sus hermanos, etc. Los padres suelen ser flexibles con ellos en cuanto al cumplimiento de reglas y la aplicación de castigos, pero más rígidos en cuanto al cumplimiento de responsabilidades y obligaciones.

 Dado que muchas de estas preferencias son debidas a similitudes de carácter o incluso físicas, es de esperar que los padres vean en sus hijos predilectos la posibilidad de llevar a cabo aquellas cosas que se vieron truncadas en sus propias vidas. El logro de objetivos propios se vuelve entonces una obligación de alguno de los hijos. Es observable también que junto con esta exigencia, la capacidad de disfrute de los chicos disminuye, las probabilidades de fracaso (o de la idea de fracaso) se incrementan.

 Como siempre la salida es la conciencia. Darnos cuenta de que existe este tipo de predilección y la búsqueda de la vivencia del amor en libertad. Los hijos NO son propiedad de los padres, lo hijos tienen derecho a vivir su vida, a cometer sus errores, a fijar sus propias metas, a alejarse o acercarse desde el amor, no desde la culpa o el miedo y los padres deben de ser los primeros impulsores de estas posibilidades.

 He escuchado muchas veces a muchos padres decir: "Mis hijos son unos ingratos", "mis hijos no quieren estar conmigo", "mis hijos me ven sólo como proveedor". Entonces reclaman a los hijos una actitud desprendida e indiferente hacia ellos. Mi pregunta es: ¿Qué has hecho como padre para que tus hijos quieran estar contigo, te traten con gratitud y te vean como un guía, maestro o amigo?

 Es importante que además del miedo, la culpa, las preguntas sin respuesta, las decisiones cerradas, las opiniones rígidas, las expectativas profundas, exista un proceso consciente en la construcción de la relación con los hijos. A fin de cuentas, hay que entender que como cualquier relación humana, el vínculo entre padres e hijos también requiere trabajo y amor.