jueves, 26 de junio de 2014

De la negación como catalizador del dolor.

Juan y María acaban de terminar una relación de seis años. Era momento de hacerlo, la relación estaba viciada, las riñas eran el único canal de comunicación, los tiempos compartidos habían perdido color y se tornaban aburridos, el sexo era escaso e insatisfactorio. Esta relación que como todas, comenzó repleta de ilusiones, se había convertido en costumbre.

Exactamente eso, Juan y María terminaron siendo pareja por costumbre. Frente al vacío que les generaba esta relación decidieron separarse y aunque de entrada suena a una decisión lógica, con sentido, que les favorecerá a los dos, se sienten tristes, cada día más tristes por la ausencia del otro. A pesar de los maltratos, a pesar de los enojos, a pesar de las peleas, se extrañan profundamente.

Entonces los amigos de Juan aparecen y le dicen que no esté triste y que no llore, lo llevan de fiesta, a bares, Juan consume grandes cantidades de alcohol, termina cantando las de Juan Gabriel y José José. Cuando amanece, aparenta que nada pasa, sale a correr, habla con alguien. Juan va de compras, toma clases, hace ejercicio, bebe, sale con otras chicas. Básicamente se distrae. Siempre que puede se distrae. Así pasan los meses y poco a poco Juan olvida el dolor de la ausencia de María.

Al contrario de Juan, María se dio un tiempo de duelo, escribió grandes cartas de desamor, cantó las canciones de Yuri a todo pulmón, vio películas románticas, fue consolada por sus amigas, bajó un poco de peso por la depresión, sobre todo lloró y lloró. Una tarde, mientras lloraba viendo unas fotos en las que aparecía Juan, se detuvo, se limpió las lágrimas y se dijo que ya era suficiente. Llamó a una de sus amigas y le propuso salir juntas a cambiarse el look, a ir de compras.

Juan y María coinciden en la misma fiesta. Para ella era la primera fiesta a la que asistía en meses, para él era una más de tantas. Juan y María tenían meses de no verse, para ambos fue sorpresivo, sin embargo a ella le dio gusto volver a ver al hombre con el que compartió su vida durante seis años. Para él, al contrario, fue devastador. María quiso platicar con él, Juan se puso tieso, nervioso, hasta cortante. María bailó, platicó con otras personas, Juan bebió hasta perder el conocimiento. María se fue a casa, triste por ver el estado de Juan. Juan terminó gritando afuera de la casa de María, diciendo que la amaba, que por favor regresaran. María serena, salió a pedirle que se fuera y no regresara jamás.

¿A qué se debe la diferencia entre las reacciones de uno y otra? Muchas personas sienten miedo al dolor, si embargo el dolor es parte de la vida. Cuando ocurren experiencias que no nos agradan, cuando la vida se vuelve un evento demandante emocionalmente, hay quienes prefieren evadir sus sentimientos. Logran "controlar" estas expresiones diciéndose que "es lo mejor", "que las cosas pasan por algo", se distraen y básicamente llevan a cabo procesos de evasión. Pero la evasión y las distracciones no arreglan el problema de fondo.

Las necesidades emocionales son fáciles de negar dado que no ponen nuestra vida en riesgo. Cuando una persona deja de comer durante un periodo prolongado, deja de sentir hambre, pero la necesidad de comer persiste. Las necesidades emocionales son silenciadas temporalmente, pero a la larga regresan con fuerza renovada a cobrarnos la factura. Los duelos no resueltos, los asuntos inconclusos, las experiencias obsoletas se convierten fácilmente en depresiones mayores, en crisis de ansiedad, en insomnio, en debilitamiento del sistema inmune, etc.

Así que la próxima vez que su camino le lleve por un derrotero doloroso, permítase experimentarlo, vívalo profundamente. Ciertamente no será agradable pero su sistema lo resolverá en su momento, de manera completa y permanente. Así aunque el recuerdo persista, dejará de doler y podrá mirar las experiencias en sus aprendizajes. Evadir nuestros miedos y dolores únicamente los hace más duraderos, más intensos y nos priva de la oportunidad de aprender.


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