lunes, 8 de septiembre de 2014

Del ego visto como ayuda.

Todo ser humano contiene en si mismo una dualidad:

Por un lado, una manifestación profunda de su ser constructivo, amoroso, entregado, productivo, capaz de dar y compartir, el Eros de Sigmund Freud, la parte luminosa de Jung. Por el otro, una parte obscura, destructiva, que se aísla y que busca el bien estar para sí mismo, es decir, egoísta. El ego. El Tanatos Fruediano, la sombra de Jung.

Si bien el ego busca controlarnos, hacernos sufrir, nos deja en un lugar obscuro, destruye nuestro bien estar, puede ser visto como una de las más grandes bendiciones que la vida nos brinda.

El ego es lo que nos hace reactivos, lo que nos hace responder con violencia cuando se nos provoca, lo que nos hace romper la dieta, dejar el ejercicio, pelear y tener la razón en lugar de llegar a acuerdos. El ego es aquella voz interna que nos convence de salirnos con la nuestra, de ganarle al de enfrente, de elegir el placer instantáneo aunque en realidad quedemos en un peor lugar. El ego es lo que nos hace caer en tentaciones que sabemos insidiosas y nefastas para nuestras vidas, el ego siempre buscará controlarnos.

¿Entonces, cómo es que esta fuerza terrible puede ser nuestra aliada?

Simple. Nuestro ego nos señala el camino de crecimiento y verdadera construcción en nuestros destinos. El ego es la prueba a vencer, sin él no habría oponente. Me gusta ver al ego como a un maestro de escuela que pone exámenes a sus alumnos, cada examen más demandante que el anterior, pone a sus alumnos en riesgo de sacar bajas calificaciones o de reprobar y lo hace constantemente, pero su objetivo real es el de hacerlos estudiar, formarlos, promover su desarrollo. Este maestro pone pruebas difíciles y sonríe con la ceja alzada y mirada orgullosa cada vez que uno de sus alumnos logra superarlas.

Esto quiere decir que cuando enfrento retos, dificultades, situaciones cotidianas o extraordinarias que me enojan, amenazan, que activan mis defensas, mis miedos, tocan mis heridas, dejan al descubierto mis áreas inconclusas puedo inconformarme con la vida, renegar de la situación; o bien, puedo verlas como lo que son: bendiciones disfrazadas. Estas son las oportunidades que nos da la vida para ser mejores, para elegir nuestro bienestar, para trascender los retos.

Desde este enfoque, es evidente que, como en cualquier proceso educativo, la dificultad de los retos va aumentando de manera gradual. Aquel que aprendió a gatear, deberá aprender a caminar, pero ahora cuenta con piernas fuertes; el que aprende a caminar, deberá aprender a correr, pero ahora sus músculos son más ágiles; el que aprende a correr deberá aprender a volar, pero ahora tiene alas.

Acepta tus desafíos (pequeños o grandes) como tuyos, agradécelos y recuerda, entre más demandantes, más posibilidad de mejora. Gracias a la vida por los retos que vivo diariamente.



lunes, 11 de agosto de 2014

Del como sentirnos satisfechos.

   Como todo lo verdaderamente importante, la satisfacción no tiene que ver con lo que logramos en la realidad, sino que es más bien una valoración interna. Encontramos entonces a personas que tienen una enorme porción de abundancia en sus vidas pero que viven un tremendo vacío, o por el contrario, afortunados seres que con poco se sienten inmensamente felices.

   Para poder llegar a ser parte de este segundo grupo, permíteme compartirte una pequeña historia. Así es como la Kabbalah explica la creación del mundo:

   En un principio todo era Luz. La Luz es la inteligencia infinita que todo lo abarcaba, todo lo llenaba. La Luz es plenitud, no conoce carencias, nada necesita. Otra característica que define a La Luz es el dar y compartir. La Luz es entonces plenitud y dar y compartir. Sin embargo, La Luz todo lo abarcaba, todo lo contenía y todo lo llenaba, no había nadie a quien darle y compartirle. La Luz creó entonces una segunda inteligencia infinita pero que sí conocía la carencia, a esta segunda entidad se le conoce como Vasija, la Vasija Original.

   De este modo se acomodaron por un tiempo, La Luz daba y La Vasija recibía todos sus dones, simple, sin complicaciones, sin procesos. Todo lo que La Vasija deseaba, era inmediatamente concedido por La Luz en una unión perfecta. Sin embargo, La Vasija comenzó a sentirse incompleta, insatisfecha. Recibir los dones de La Luz la hacía feliz pero ella también tenía interés en dar y compartir, La Vasija no se sentía bien con tan solo desear para recibir, ella quería hacer más, quería ganarse lo que recibía.

   A esta sensación experimentada por La Vasija Original se le conoce como pan de la vergüenza. Experimentamos el pan de la vergüenza cuando nuestra alma estima que no se ha esforzado por lo que tiene.

   El detalle es que no había nadie a quien darle, La Luz no tiene carencias. Había un problema. Entonces salieron con una solución: se manifestaría una realidad con millones de vasijas, todas ellas producto de La Vasija original, así, ésta podría dar y compartir todos los dones recibidos de La Luz. Pero ¿cómo evitar que las nuevas vasijas se llenaran de pan de la vergüenza a su vez? La regla cambiaría, para poder recibir los dones de La Luz, las vasijas deberían aprender a dar y compartir. Para poder recibir los dones de La Luz, hay que comportarse como ella.

   Las vasijas entonces se ganan La Luz a través de trabajo y esfuerzo, un esfuerzo que implica ir un poco en contra de su naturaleza, que es recibir. La vasija aprende a dar y entonces recibe.

   Venimos entonces a esta realidad a ganarnos la luz removiendo nuestro pan de la vergüenza.

La Kabbalah nos invita a examinar nuestras vidas y detectar en donde se encuentra nuestro pan de la vergüenza para poder removerlo. No hay modo en que nos sintamos satisfechos si nuestra alma no percibe que se ha ganado los dones que recibe.

   Encontramos pan de la vergüenza cuando en medio de la abundancia solo hay quejas, vacío, insatisfacción. Cuando sin importar lo que se tiene, la vida carece de sentido. Entonces hay que esforzarse, trabajar, remover el pan de la vergüenza y hacer los ajustes necesarios para sentir que nos merecemos lo que hemos conseguido.

jueves, 26 de junio de 2014

De la negación como catalizador del dolor.

Juan y María acaban de terminar una relación de seis años. Era momento de hacerlo, la relación estaba viciada, las riñas eran el único canal de comunicación, los tiempos compartidos habían perdido color y se tornaban aburridos, el sexo era escaso e insatisfactorio. Esta relación que como todas, comenzó repleta de ilusiones, se había convertido en costumbre.

Exactamente eso, Juan y María terminaron siendo pareja por costumbre. Frente al vacío que les generaba esta relación decidieron separarse y aunque de entrada suena a una decisión lógica, con sentido, que les favorecerá a los dos, se sienten tristes, cada día más tristes por la ausencia del otro. A pesar de los maltratos, a pesar de los enojos, a pesar de las peleas, se extrañan profundamente.

Entonces los amigos de Juan aparecen y le dicen que no esté triste y que no llore, lo llevan de fiesta, a bares, Juan consume grandes cantidades de alcohol, termina cantando las de Juan Gabriel y José José. Cuando amanece, aparenta que nada pasa, sale a correr, habla con alguien. Juan va de compras, toma clases, hace ejercicio, bebe, sale con otras chicas. Básicamente se distrae. Siempre que puede se distrae. Así pasan los meses y poco a poco Juan olvida el dolor de la ausencia de María.

Al contrario de Juan, María se dio un tiempo de duelo, escribió grandes cartas de desamor, cantó las canciones de Yuri a todo pulmón, vio películas románticas, fue consolada por sus amigas, bajó un poco de peso por la depresión, sobre todo lloró y lloró. Una tarde, mientras lloraba viendo unas fotos en las que aparecía Juan, se detuvo, se limpió las lágrimas y se dijo que ya era suficiente. Llamó a una de sus amigas y le propuso salir juntas a cambiarse el look, a ir de compras.

Juan y María coinciden en la misma fiesta. Para ella era la primera fiesta a la que asistía en meses, para él era una más de tantas. Juan y María tenían meses de no verse, para ambos fue sorpresivo, sin embargo a ella le dio gusto volver a ver al hombre con el que compartió su vida durante seis años. Para él, al contrario, fue devastador. María quiso platicar con él, Juan se puso tieso, nervioso, hasta cortante. María bailó, platicó con otras personas, Juan bebió hasta perder el conocimiento. María se fue a casa, triste por ver el estado de Juan. Juan terminó gritando afuera de la casa de María, diciendo que la amaba, que por favor regresaran. María serena, salió a pedirle que se fuera y no regresara jamás.

¿A qué se debe la diferencia entre las reacciones de uno y otra? Muchas personas sienten miedo al dolor, si embargo el dolor es parte de la vida. Cuando ocurren experiencias que no nos agradan, cuando la vida se vuelve un evento demandante emocionalmente, hay quienes prefieren evadir sus sentimientos. Logran "controlar" estas expresiones diciéndose que "es lo mejor", "que las cosas pasan por algo", se distraen y básicamente llevan a cabo procesos de evasión. Pero la evasión y las distracciones no arreglan el problema de fondo.

Las necesidades emocionales son fáciles de negar dado que no ponen nuestra vida en riesgo. Cuando una persona deja de comer durante un periodo prolongado, deja de sentir hambre, pero la necesidad de comer persiste. Las necesidades emocionales son silenciadas temporalmente, pero a la larga regresan con fuerza renovada a cobrarnos la factura. Los duelos no resueltos, los asuntos inconclusos, las experiencias obsoletas se convierten fácilmente en depresiones mayores, en crisis de ansiedad, en insomnio, en debilitamiento del sistema inmune, etc.

Así que la próxima vez que su camino le lleve por un derrotero doloroso, permítase experimentarlo, vívalo profundamente. Ciertamente no será agradable pero su sistema lo resolverá en su momento, de manera completa y permanente. Así aunque el recuerdo persista, dejará de doler y podrá mirar las experiencias en sus aprendizajes. Evadir nuestros miedos y dolores únicamente los hace más duraderos, más intensos y nos priva de la oportunidad de aprender.


lunes, 21 de abril de 2014

De la sobreprotección a la exigencia

 Una de esas verdades incómodas que acompañan a las familias con más de un hijo, es que los padres, sin importar su condición normalmente manifiestan una preferencia por alguno de los hijos. Cuando algún padre o madre es cuestionado sobre el amor a sus hijos, tenderá en la mayoría de los casos a responder que los quiere a todos con la misma intensidad, manera y profundidad.

 Esto por supuesto es una gran mentira. El asunto es que admitir abiertamente su preferencia por alguno de sus hijos, deja en "desventaja" al resto, puede sumir al progenitor que haya proferido semejante declaración en un proceso culpaos importante, amén de que lograría levantar más de una ceja enjuiciadora en cualquier situación social.  Para evitarnos semejantes desplantes, mejor decimos: los quiero igual, a todos mis hijos.

 Esto no los hace malos padres, los hace humanos y es importante entender que la preferencia por alguno de los hijos puede responder a un sin fin de razones: desde el parecido físico o similitud de carácter, las circunstancias en que se llevaron concepción y parto, etc. Amar a los hijos es siempre un acto positivo y constructivo, sin embargo puede convertirse en un problema cuando los padres no logran distinguir cuando su amor se convierte en exigencia.

 Para muchos hijos, la preferencia de los padres es vivida como una carga. Dado que son los favoritos, son más requeridos que los demás, más exigidos que los demás, sometidos a más procesos de culpa que los demás, se espera más de ellos que de sus hermanos, etc. Los padres suelen ser flexibles con ellos en cuanto al cumplimiento de reglas y la aplicación de castigos, pero más rígidos en cuanto al cumplimiento de responsabilidades y obligaciones.

 Dado que muchas de estas preferencias son debidas a similitudes de carácter o incluso físicas, es de esperar que los padres vean en sus hijos predilectos la posibilidad de llevar a cabo aquellas cosas que se vieron truncadas en sus propias vidas. El logro de objetivos propios se vuelve entonces una obligación de alguno de los hijos. Es observable también que junto con esta exigencia, la capacidad de disfrute de los chicos disminuye, las probabilidades de fracaso (o de la idea de fracaso) se incrementan.

 Como siempre la salida es la conciencia. Darnos cuenta de que existe este tipo de predilección y la búsqueda de la vivencia del amor en libertad. Los hijos NO son propiedad de los padres, lo hijos tienen derecho a vivir su vida, a cometer sus errores, a fijar sus propias metas, a alejarse o acercarse desde el amor, no desde la culpa o el miedo y los padres deben de ser los primeros impulsores de estas posibilidades.

 He escuchado muchas veces a muchos padres decir: "Mis hijos son unos ingratos", "mis hijos no quieren estar conmigo", "mis hijos me ven sólo como proveedor". Entonces reclaman a los hijos una actitud desprendida e indiferente hacia ellos. Mi pregunta es: ¿Qué has hecho como padre para que tus hijos quieran estar contigo, te traten con gratitud y te vean como un guía, maestro o amigo?

 Es importante que además del miedo, la culpa, las preguntas sin respuesta, las decisiones cerradas, las opiniones rígidas, las expectativas profundas, exista un proceso consciente en la construcción de la relación con los hijos. A fin de cuentas, hay que entender que como cualquier relación humana, el vínculo entre padres e hijos también requiere trabajo y amor.